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jueves, 14 de abril de 2022

LA CASA DE LA TÍA CHELA Y EL TÍO JUAN

PILAR - CÓRDOBA LA CASA DE LA TÍA CHELA Y EL TÍO JUAN Escrito con la colaboración de José Luis Rovaretti) Ir a Pilar era, para mí, algo así como ir al Paraíso. Ningún castigo era peor que no poder ir a Pilar... Pilar significaba el encuentro con los primos... con unos tíos amorosos que nos mimaban y nos consentían..., con el campo, con el río, con la pileta de los amigos... y con los caballos, mi gran debilidad... Pilar era otro mundo... un mundo donde se respiraba libertad...donde todos éramos compinches... donde hacíamos travesuras y nos reíamos... donde parecía que no podía existir otra cosa que la felicidad... Partiendo de la ciudad de Córdoba, por la ruta 9 camino a Bs. As, recorríamos unos 50 Km y llegábamos al puente que separa Río Segundo de Pilar. Mientras lo atravesábamos mirábamos cómo venía el río al que, sin duda vendríamos los días siguientes. La alegría nos envolvía, sabíamos que apenas mil metros más adelante, a mano izquierda, encontraríamos la calle Maipú, la que, tranquila y sombreada, deslizándose entre las fincas, nos llevaría a la que fuera la casa de los bisabuelos Coloma. Esta era una amplia y cómoda casona situada en la intersección de las calles Maipú y Tucumán, que tenía su entrada mirando a la calle Maipú. Lo primero que uno veía al llegar era la verja de hierro que cerraba un pequeño jardín con palmeras que tenía una puerta lateral que se abría a la calle Tucumán. Hacia la izquierda se encontraba la espaciosa galería en donde estaba la puerta principal que daba acceso a una sala de recibo. Luego venían tres dormitorios, el cuarto de baño, una habitación muy amplia que debió ser living comedor, con una importante estufa hogar de leña, para terminar con el comedor de diario y la cocina. Al salir de la cocina uno se encontraba en un espacio cubierto de unos cinco o seis metros cuadrados, de piso de ladrillo, que separaban de otras habitaciones: una que se usaba de despensa, en la que se guardaba la mesa especial que se utiliza para carnear chanchos cuando preparaban jamones, chorizos, salames y demás chacinados para la temporada. La habitación siguiente, que era usada como sala de planchado, tenía un sótano en el que habían numerosos recipientes especiales para preparar vinagre de frutas, unos, y otros especiales para conservar, en grasa de cerdo, algunos chacinados. En el sótano se guardaban también los orejones, pelones y ciruelas e higos pasa que se hacían con la fruta de la quinta. Todas las habitaciones tenían ventanas que daban a la calle Tucumán pero, por alguna razón, solo dos tenían rejas: la del comedor de diario y la que servía de despensa. Al lado de la sala de planchado, había un galpón en el que se hacía el fuego, en el verano, para preparar, en una gran paila de cobre, los dulces que la familia comería durante el año, entre otros: dulce, mermelada y jalea de membrillo; dulce y mermelada de ciruela, mermelada de duraznos, dulce de higos e higos en almíbar; quinotos en almíbar... Recuerdo que al dulce había que revolverlo con frecuencia para evitar que se adhiriera a la paila y se quemara. Para ello se usaba una larga pala de madera de algo más de un metro que se parecía a un remo. Esto era porque cuando el dulce empezaba a hervir a borbotones salpicaba y si no se tenía cuidado uno corría el riesgo de sufrir dolorosas quemaduras. Hacer el dulce implicaba un verdadero trabajo en equipo: los primos varones eran los encargados de cortar la fruta de los árboles, proveer de la leña necesaria para el fuego y, a medida que la fruta era pelada y pesada, ir a comprar el azúcar necesario para la cantidad de fruta a preparar. A las mujeres nos tocaba pelar la fruta, tarea que, cuando se trataba de membrillos, no nos resultaba nada simpática porque nos dejaba los dedos negros, pero con la abuelita Adela y la tía Chela capitaneando el trabajo no nos quedaba ninguna opción... Las personas mayores: por lo general la abuelita Adela, la tía Chela y la tía Chilo, se encargaban de hacer el dulce y se turnaban para removerlo. Cuando estaba a punto se dejaba enfriar y se envasaba. Una vez que la paila estaba vacía y limpia se seguía con el próximo dulce, y toda la ceremonia se repetía...Era una tarea que llevaba varios días... El costo del azúcar, que era el único gasto, pues todo lo demás se sacaba de la quinta, se compartía entre las que hacían el dulce, el que, después de envasado, era repartido en forma proporcional. Frente a la despensa, la sala de planchado y el galpón donde se preparaba el dulce estaba el molino, debajo del cual había una bomba de donde sacábamos el agua más fresca y rica que uno pueda imaginar. Unos metros hacia el norte del molino se encontraba una construcción de forma cuadrangular: el lavadero, que contaba en su interior con dos inmensas piletas para lavar la ropa, con sus correspondientes tablas para refregar hechas de material. Toda la parte superior de este edificio era un gran tanque de agua, que se llenaba con el molino y abastecía a toda la casa. A pocos metros de la puerta del lavadero, un frondoso y añejo eucaliptus regalaba su sombra a esa parte del patio. A una de sus ramas bajas había sido fijada la soga en la que se colgaba la ropa, soga que quedaba justo frente al portón que daba a la calle. Cierta vez un grupo de gitanos instaló su carpa en las cercanías y, días después saltaron el portón y se llevaron toda la ropa que había quedado colgada. Nunca había pasado antes que alguien entrara a robar. Al lado del galpón en donde se hacía el dulce, estaba el mencionado portón que daba a la calle Tucumán y, luego un galpón grande al frente del cual estaba la huerta y un poquito más al norte la casa que ocupaban la familia que colaboraba con la limpieza de la casa y el cuidado de la huerta, de la quinta de las gallinas, de los conejos y de los cerdos cuando había. Lo que yo recuerdo del galpón grande es que allí se trenzaban los ajos en ristras. La propiedad ocupaba una hectárea en la que, casi llegando a su extremo suroeste, se encontraban unos inmensos nogales que surtían de nueces a toda la familia. Había, además innumerables higueras, ciruelas de muchas clases, membrillos, distintos tipos de peras, duraznos, quinotos, uvas chinche y granadas... En una esquina de la quinta había incluso varias plantas de tunas. Al morir sus padres, este maravilloso vergel fue heredado por sus hijos Francisco y Joaquina, quienes dividieron en dos la casona quedando el salón de recibo, dos dormitorios y el cuarto de baño, para Francisco, quien hizo construir una cocina y dejó su entrada por calle Maipú. Para Joaquina (la mamá Ñata) quedó un dormitorio, el inmenso living comedor, el comedor de diario, la cocina y demás dependencias. Ella tuvo que hacer construir un cuarto de baño. A esta parte de la casa se accedía por la calle Tucumán. Hacia el norte, a lo largo de casi toda la casa había un entramado en el que se había enredado una glicina formando una preciosa galería. Siempre hacia el norte, después de la galería de glicinas seguía un hermoso jardín compartido en el que se destacaban una magnolia, con sus bellas y perfumadas flores y una palmera alrededor de cuyo tronco se había abrazado un jazmín que florecía en verano pintando de blanco todo el tronco de la palmera e inundando con su exquisito perfume toda la casa. Siendo muy joven Joaquina se había casado con Juan Vicente Rovaretti, hijo de Don Bernardo Rovaretti, un próspero comerciante dueño del almacén de ramos generales de Pilar, lugar en donde se podía comprar desde tornillos hasta comestibles pasando por monturas, semillas y útiles de labranza. Con el tiempo Don Bernardo vendió su negocio y se fue a vivir a Córdoba. Joaquina y Juan Vicente compraron un predio sobre la ruta 9 a dos cuadras de la casa de los padres de ella y a tres cuadras del domicilio de los padres de él en donde hicieron su casa y pusieron un vivero. Tuvieron tres hijos: Juan Francisco, María Inés y Ema Irene. María Inés se casó con Oscar Kay Fritz Grumstrup, descendiente de familia danesa, que conservaba las tradiciones familiares, recuerdo que en las Navidades él tomaba de la mano a los niños, los hacía hacer una ronda y empezaba a cantar los villancicos, para mí eso fue muy emocionante. Él y María Inés, , a la que todos conocíamos por Chilo, compraron una finca a una cuadra de la casa de sus padres. Juan Francisco se casó con María Guillermina Argüello y fueron a vivir a la parte de la casa heredada de los abuelos Coloma y Ema Irene, la más pequeña, quedó a vivir con sus padres. Juan Francisco y María Guillermina fueron: la tía Chela y el Tío Juan en cuya casa pasamos los mejores momentos de nuestra juventud y adolescencia. Momentos a los que, al menos yo, recurro con frecuencia para volver a ser feliz como lo fuimos cuando la vida no tenía problemas y era, para nosotros, todo paz y felicidad. Recuerdo la alegría que sentía cada vez que me bajaba de un ómnibus de la línea Malvinas Argentinas en el kiosco de la Piky y caminaba las dos cuadras que me separaban de la casa de la tía Chela!... Unas cuadras de calle de tierra flanqueada por enormes pinos y plátanos, también solía haber matas de flores silvestres que cortábamos para hacer collares... Inundaba el ambiente un perfume particular que me es inolvidable y me trae sin fin de recuerdos y anécdotas que, tal vez, un día me decida a relatar si mis ojos aún me lo permiten... Conservo un recuerdo muy especial de mi tío Juan, un hombre muy fino, un poeta de exquisita sensibilidad y elegante pluma quien, con motivo de cumplir yo mi primer año de vida, escribió para mí una bellísima poesía titulada "Adelita" que llegó a casa de mis padres en un pequeño sobre acompañado de un clavel blanco. Firmaban la poesía: "Chelita y yo". Mi madre tuvo la gentileza de guardarlo para mi, incluyendo el clavel, el que ya seco guardó dentro del mismo sobre. Cuando fui mayor ella me lo entrego y hoy, después de 77 años, aún lo conservo. Recuerdo también que fue en Pilar donde recibí mis primeros versos de amor, me parece que fue ayer: mientras andábamos a caballo con un chico que gustaba de mí, a mis 18 años, él me dijo: "Te extrañé y escribí esto para vos" y me entregó un pequeño papel doblado en cuatro. Cuando lo abrí pude leer: "Si no supe, quizás, al tenerte valorar completa tu presencia lo he sabido recién al ya no verte en la triste soledad de tu ausencia." Fue muy romántico...